Por Olena Stiazhkina, The New York Times.
KIEV- Por lo general, sucede a media noche o en la madrugada. Parece que a los rusos les gusta matar a los indefensos y los desvalidos. No pueden hacerlo en el frente, ahí han sido repelidos, así que, en medio de la noche, lanzan misiles contra hospitales de maternidad, rascacielos, estaciones de tren, metro, escuelas, bibliotecas.
Durante los ataques, lo peor son los interminables mensajes que nos enviamos unos a otros. La pregunta más tonta es “¿cómo estás?”. Esa pregunta vuela sobre Kiev, Odesa, Jersón, Dnipró, y recopilas respuestas. “Se sintió cerca”. “Veo un incendio”. “Estamos bien, pero hay un incendio en alguna parte”. “La casa que estaba frente a la nuestra desapareció”. “El olor de la muerte, mi Anya dijo que huele a muerte”. No obstante, no hay alternativa. Es una pregunta que, a pesar de su ridiculez, no puede quedar sin respuesta. El silencio significa desgracia y muerte.
Nosotros, el pueblo que ha pasado una década en guerra, estamos acostumbrados a eso. El mundo habla de un segundo aniversario. Error: la guerra no ha durado dos años, sino diez, desde que las fuerzas rusas se anexaron Crimea e invadieron el Donbás. Llamarlo aniversario tampoco es correcto del todo. En ucraniano, el periodo de tiempo equivalente a un año se define con dos palabras: “richnytsia” (aniversario) y “rokovyny” (conmemoración). “Rokovyny” suele referirse a los servicios conmemorativos, mientras que “richnytsia” pertenece más bien a la celebración de la vida. Tanto dolor se ha instalado en nuestra memoria y en nuestros calendarios que ahora todo es una conmemoración. Sin embargo, a pesar de toda la “rokovyny” en Ucrania a lo largo de los siglos —la masacre de Baturin en el siglo XVIII y los decretos de Valuev y Ems en el siglo XIX, las ejecuciones en Bikivniá y Sandarmoj y la gran hambruna (Holodomor) bajo el gobierno soviético, el asesinato de los Cien Héroes del Cielo en 2014 y la devastación reciente deBucha, Bajmut y la presa de Kakhovka— seguimos aquí. Todavía estamos luchando por el “richnytsias”, por los aniversarios y jubileos de nuestra victoria.
En estos últimos años de guerra, han cambiado muchas cosas. En Mariúpol, había un centro comunitario llamado Halabuda, un lugar donde se enseñaba japonés y computación, donde se organizaban presentaciones de libros y conciertos, donde las personas aprendían a emprender y a ser ciudadanos proactivos, donde pintaban, cantaban y desarrollaban proyectos para una cuidad amigable con el medioambiente. Después de que un brutal asedio de meses condujera a la toma de la ciudad por los rusos en la primavera de 2022, Halabuda tuvo que cambiar su sede. Hoy, es en Cherkasy, una ciudad del centro de Ucrania, donde la gente repara drones.
Hay mucho más que quedó incompleto. Más destinos que parecían heroicos en la guerra, pero cuyos portadores ya no pueden hacer las cosas para las que estaban predestinados: escribir libros, abrir restaurantes o descubrir una cura para el alzhéimer. Sus sonrisas ya solo existen en las fotografías.
Tal vez entre las cosas que han cambiado está el deseo de decirle al mundo lo que los rusos les han hecho a los ucranianos ahora y en el pasado. Solía ser tan vívido, tan resonante, que creaba un segundo yo para mí, un yo con historias de amigos asesinados y fotos de entierros masivos, junto con la firme convicción de que cada muerte, cada dolor debe ser contado, documentado y vengado.
Ese sentimiento ha desaparecido. Quedan las historias, las fotos y las convicciones. Pero ya no quiero contárselo al mundo. El mundo está alfabetizado. Tiene acceso a internet, a las noticias; puede verlo todo por sí mismo. Agradezco a los miles, quizá millones de personas a quienes ya no tenemos que explicarles o demostrarles nada. Se limitaron a apoyarnos en Lituania y Australia, el Reino Unido y Noruega, Estados Unidos y Marruecos, Japón y Estonia. Tuve la suerte de conocer a algunos de ellos por su nombre. Tuve la suerte de encontrarme con ellos, gente intrépida y amable, en Kiev, Járkov, Lviv e incluso en lugares donde la línea del frente está a un kilómetro de distancia.
Por otra parte, nada ha cambiado, no en realidad. Tenemos la misma sensación de claridad que teníamos en 2014. La misma fe, el mismo amor, la misma rabia. ¿Quiero volver a mi yo de antes de la guerra, el que era en 2013? No, no quiero. No quiero encontrarme de nuevo entre las mentiras sobre “un pueblo” del que brotarán de nuevo el genocidio, la guerra y el asesinato. No quiero volver a encontrarme en la época en la que el ataque de Rusia era inevitable. Quiero que ganemos y que no haya guerra.
Pienso mucho en que podríamos no haber sobrevivido a los primeros meses de 2022. Era mi mayor temor. Pero la experiencia de esos años de guerra inadvertida, en los que los ucranianos lucharon contra las fuerzas apoyadas por Rusia en el este del país, hizo mella en mí. Me proporcionó la fuerza, la gente y la capacidad de resiliencia, de resistir. Huí de Donetsk en 2014. Decidí que no volvería a correr en 2022. Nunca me he sentido mejor. Nunca he estado ni estaré mejor que en aquellos primeros meses de la embestida a gran escala contra Kiev. En palabras del poeta Serhiy Zhadan: “Ser un girasol en los campos de Donbás es saber cómo vivir y por qué morir”. Yo era un girasol en las calles de Kiev.
Este año me trajo un nuevo miedo. Pensé en las armas de las que con tanta desesperación carecemos hoy en día. Empecé a preguntarme si nos las están dando poco a poco no en un intento de adelantarse a la derrota total de Rusia, como algunos han pensado, sino simplemente porque no existen. “¿Y si realmente no las tienen?”, le pregunté a mi amigo, que es un combatiente. “Entonces es lo mismo que en este momento”, respondió. “Nos mantenemos en pie. Luchamos. Aguantamos”. Mi amigo combatiente sabe cómo tranquilizarme. Antes de la guerra, era contador. Ahora es artillero. Y un poco filósofo.
Todos tratamos de defendernos. Esto significa cosas distintas para cada quién. Para algunos, es mantener la línea del frente. Es tejer redes de camuflaje kilométricas, evacuar incansablemente a los heridos, donar hasta el último centavo al Ejército. Para otros, es enseñar a los niños, hornear pan, cuidar animales abandonados, contar chistes. Hagamos lo que hagamos, todos estamos defendiéndonos en este momento, cuando tenemos la oportunidad de escapar para siempre del yugo del ocupante. De ser libres, de estar vivos. Ahora, cuando nuestra oportunidad de existir como nación política, como comunidad, como Estado, equivale a la victoria en la guerra.
No solo luchamos por nosotros mismos. Estamos luchando por un mundo en el que sea seguro vivir. ¿Es adecuado pedir más armas en este momento? Las necesitamos con urgencia. Necesitamos más armas para evitar que la literatura infantil se convierta en literatura para muertos; para evitar tener cementerios llenos de poetas muertos, ciudadanos muertos, ingenieros muertos; para evitar que los cementerios ocupen el lugar de las ciudades o que los misiles rusos apunten a nuestros hospitales, escuelas y hogares. Necesitamos apoyo porque, a pesar de salir de diez años de guerra más fuertes, mejores y más sabios, solo somos humanos. c.2024 The New York Times Company.